Cuando hayan desaparecido los arrecifes de coral; cuando
nos hayamos quedado sin hielo en el Ártico; cuando suframos la escasez de agua
y alimentos; cuando tengamos que emigrar por efectos climáticos y los
desastres naturales destruyan todo a su paso; cuando perdamos cosecha tras
cosecha, grano tras grano; cuando el consumo sea insostenible y la economía se
haya estancado; cuando el aire sea irrespirable y la tierra inhabitable, y
nuestra salud pague las consecuencias; cuando el estado del bienestar se haya
arruinado. Cuando
nos demos cuenta de que vamos tarde, de que esto ya está pasando.
Las señales son inequívocas, tanto como lo es el cambio
climático. Una vez superado el debate sobre si existe tal cambio o no y sobre
la clara influencia humana en él, nuestra obligación egoísta es poner todo
lo que esté a nuestro alcance para frenarlo. Y el tiempo apremia. Ya no
podemos conformarnos con contener el aumento de la temperatura media mundial
hasta un máximo de 2 °C: debemos aspirar a menos de 1,5 °C. Así se
podría reducir a la mitad la desertización de entre un 20 y un 50% de la
superficie terrestre o evitar la práctica extinción de los arrecifes de
coral, entre otras cosas. Lo dice el Grupo
Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) en
su estudio más reciente. Uno de sus mensajes «más contundentes» es que ya
estamos viviendo las consecuencias de un calentamiento global de 1 °C, «con
condiciones meteorológicas más extremas y crecientes niveles del mar, por
citar algunos efectos», asegura desde el IPCC Panmao Zhai.
Las cifras son demoledoras y van a peor: tras tres años de
estabilidad, las emisiones de carbono aumentaron un 1,4% en 2017 y
alcanzaron el máximo histórico de 32,5 gigatoneladas, según la Agencia
Internacional de Energía. Ni los objetivos del Acuerdo de París sobre el
cambio climático ni los datos parecen tener mucho efecto. No, al menos, el que
cabría esperar ante un asunto tan urgente como importante, con impacto directo
en la vida humana. ¿Por qué no avanzamos?
El
engaño económico
Los palos en la rueda son múltiples y en varias esferas:
económica, política y social. Nada, sin embargo, nos impide quitarlos y
seguir rodando. En la pata económica, una falsa dicotomía entre crecimiento y
sostenibilidad pone el freno. «Una mitigación ambiciosa es alcanzable
con un coste en la reducción del crecimiento económico del 0,06%, teniendo en
cuenta que el crecimiento sin actuaciones de mitigación se estima entre el 1,6
y el 3,0%», dice el quinto informe del IPCC.
Pero –y el pero es importante– la reducción es un
retraso, no una pérdida de crecimiento. Además, dicha estimación no tiene en
cuenta los beneficios asociados a una reducción del cambio climático ni los
riesgos para el crecimiento económico de no tomar medidas para mitigarlo. Los
cálculos en el ámbito de la economía medioambiental son muy complejos. Tanto
que les han valido este 2018 el Nobel a los estadounidenses:
William Nordhaus y Paul Romer por sus estudios en
este campo.
A medir y cuantificar económicamente el impacto del
cambio climático se dedica también la investigadora de economía
medioambiental y ciencia climática en la Universidad de California en Davis
(EE. UU.) Frances Moore. «No se trata únicamente de
cuantificar las toneladas de CO2 emitidas a la atmósfera, sino el coste
social: el aumento de la mortalidad también influye en el PIB, y los daños en los ecosistemas y
la biodiversidad afectan a la agricultura y, por ende, a
las transacciones comerciales», explica. «Si partimos de la base de que la
temperatura tiene un efecto en la tasa de crecimiento económico, el impacto es
enorme, y las evidencias apuntan a que así es», añade la científica.
En opinión de Gael
Giraud, economista jefe de la Agencia Francesa de Desarrollo
(AFD), «es absolutamente necesario desacoplar el crecimiento económico y el
consumo de energía para que el mundo sobreviva». En su opinión, no hacerlo
podría llevar a un aumento de hasta 5
°C para finales de siglo, «amenazando la vida en la Tierra».
«El aumento del nivel del mar, el derretimiento de los glaciares, la erosión
de los suelos, la desertificación o la no disponibilidad de agua potable son
algunas consecuencias catastróficas ya visibles. Esto provocará migraciones
climáticas desestabilizadoras, ya que los países más pobres son también los
más vulnerables», asegura el economista e investigador.
Al contrario que Giraud, el director del Instituto Woods
para el Medio Ambiente de la Univerisidad de Stanford Chris Field no cree que disociar
el crecimiento económico y el consumo de energía sea necesario. «Si
producimos y consumimos energía de una manera que no dañe al planeta, la
ratio puede continuar aumentando. El reto es pasar de un uso de energía que
daña el planeta a un uso para sostenerlo y mejorarlo», asegura. Cree que ello
requiere contabilizar como parte de la actividad económica las inversiones
para proteger la naturaleza. «Que haya un mercado para esto desatará el
potencial de invertir en la limpieza de aire y agua, y en la restauración de
suelos y bosques», sostiene.
Carbón
y basura: el reto 0,0
La descarbonización de la economía es parte de la
transición necesaria, ¿cuántas veces lo hemos escuchado? La teoría la
sabemos bien, pero faltan compromisos y planes reales para ello. En España,
brillan por su ausencia, algo que critica el catedrático Javier García, director del
Laboratorio de Nanotecnología Molecular de la Universidad de Alicante. Cree
que este
proceso debe realizarse de forma racional para que sea una fuente de riqueza y
oportunidades, y no de inestabilidad y desempleo.
Además de voluntad política, el científico considera
críticas una clara apuesta empresarial y la inversión en nuevas tecnologías
que aceleren el proceso. En esto último trabaja su empresa, Rive Technology,
que produce catalizadores
que reducen entre un 2 y un 3% las emisiones de CO2 de las refinerías,
según sus propias cifras. «Esto supone un ahorro de millones de toneladas de
CO2 al año», afirma. En su laboratorio también buscan nuevas formas de
producir y almacenar energía limpia, en concreto celdas solares,
almacenamiento de hidrógeno y baterías de flujo.
García cree que el desarrollo de nuevas tecnologías que
compitan en precio, eficiencia y sostenibilidad con las existentes «no se dará
si las grandes empresas energéticas siguen sin dedicar apenas recursos para
desarrollar nuevas formas de energía en comparación a los beneficios que
generan». Entre ellas está Naturgy, la antigua Gas Natural. Su director de
Nuevos Negocios, Joaquín
Mendiluce, comenta que la compañía va a destinar 1.000 millones de
euros en inversiones en energías renovables en los próximos dos
años, «hacia un escenario de baja dependencia de carbono en el horizonte de
2050». También destaca su acuerdo con la naviera Baleàri para el uso de gas
natural licuado (GNL), «que reduce las emisiones entre un 10 y un 20% frente al
diésel».
En la esfera de la economía circular, Mendiluce asegura
que están impulsando proyectos para convertir los residuos orgánicos,
«cuya descomposición está generando emisiones a la atmósfera con un efecto
de calentamiento global equivalente a 25 veces el de CO2», en gas renovable que
se pueda utilizar para el transporte, los hogares y la industria.
En efecto, la basura es un problema muy serio. Según el
informe What a Waste del
Banco Mundial, en 2016 las ciudades del mundo generaron 2.010 millones de
toneladas de residuos sólidos. Dado el rápido crecimiento de la población y
la urbanización, se espera que la cifra aumente en un 70% para 2050. Eso sin
tener en cuenta las cifras de la industria, muy superiores. A esto se añade la
basura marítima. Solo el río Yangtsé (China) concentra 1,5 millones de
toneladas de plástico, frente a las 18 toneladas del Támesis (Reino Unido),
según un estudio del Centro para la Investigación Medioambiental de Leipzig
(Alemania). Más de un cuarto de los 8 billones de toneladas de basura que
se encuentran en el agua se concentra en diez ríos, ocho de ellos chinos.
La tecnología se ve una vez más como una aliada contra
esta invasión. Las autoridades portuarias de Oslo (Noruega) tienen en marcha
un plan de limpieza del mar con drones subacuáticos producidos por
la startup Blueye. También ha comenzado a funcionar recientemente en San
Francisco (EE. UU.) un sistema de limpieza en alta mar desarrollado por la
organización sin ánimo de lucro The Ocean Cleanup. Se trata de un
flotador de 600 metros de largo con una falda de 3 metros diseñada para
recoger unas 50 toneladas de basura. Su plan es lanzar 60 sistemas como este en
los próximos cinco años. Suena bien, pero está por ver el impacto de estas
tecnologías en los ecosistemas marinos.
Más allá de los plásticos, el mar se enfrenta a
un problema medioambiental mayor: la sobrepesca y los fertilizantes suman
juntos un coste financiero por los daños al ecosistema marino de entre 250.000
y 800.000 millones de dólares al año, según el informe Catalysing Ocean Finance de
Naciones Unidas (2012). Los plásticos, según las estimaciones más
conservadores de esta organización (en el libro anual de la UNEP de 2014),
cuestan 13.000 millones de dólares.
Primera Parte
Escribe Esther Paniagua
Publicación de Ethic - Enero 2019
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