La fe nos asegura que el Reino de Dios está ya
misteriosamente presente en nuestra tierra (cf. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. Gaudium et spes, 39); sin embargo, debemos
constatar con dolor que también hoy encuentra obstáculos y fuerzas contrarias.
Conflictos violentos y auténticas guerras no cesan de lacerar la humanidad;
injusticias y discriminaciones se suceden; es difícil superar los
desequilibrios económicos y sociales, tanto a nivel local como global. Y son
los pobres y los desfavorecidos quienes más sufren las consecuencias de esta
situación.
Las sociedades económicamente más avanzadas desarrollan
en su seno la tendencia a un marcado individualismo que, combinado con la
mentalidad utilitarista y multiplicado por la red mediática, produce la “globalización
de la indiferencia”. En este escenario, las personas migrantes, refugiadas,
desplazadas y las víctimas de la trata, se han convertido en emblema de la
exclusión porque, además de soportar dificultades por su misma condición, con
frecuencia son objeto de juicios negativos, puesto que se las considera
responsables de los males sociales. La actitud hacia ellas constituye una señal
de alarma, que nos advierte de la decadencia moral a la que nos enfrentamos si
seguimos dando espacio a la cultura del descarte. De hecho, por esta senda,
cada sujeto que no responde a los cánones del bienestar físico, mental y
social, corre el riesgo de ser marginado y excluido.
Por esta razón, la presencia de los migrantes y de los refugiados, como en general de las personas vulnerables, representa hoy en día una invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de nuestra existencia cristiana y de nuestra humanidad, que corren el riesgo de adormecerse con un estilo de vida lleno de comodidades. Razón por la cual, “no se trata sólo de migrantes” significa que al mostrar interés por ellos, nos interesamos también por nosotros, por todos; que cuidando de ellos, todos crecemos; que escuchándolos, también damos voz a esa parte de nosotros que quizás mantenemos escondida porque hoy no está bien vista.
«¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (Mt 14,27). No se trata sólo de migrantes, también se trata de nuestros miedos. La maldad y la fealdad de nuestro tiempo acrecienta «nuestro miedo a los “otros”, a los desconocidos, a los marginados, a los forasteros [...]. Y esto se nota particularmente hoy en día, frente a la llegada de migrantes y refugiados que llaman a nuestra puerta en busca de protección, seguridad y un futuro mejor. Es verdad, el temor es legítimo, también porque falta preparación para este encuentro» (Homilía, Sacrofano, 15 febrero 2019). El problema no es el hecho de tener dudas y sentir miedo. El problema es cuando esas dudas y esos miedos condicionan nuestra forma de pensar y de actuar hasta el punto de convertirnos en seres intolerantes, cerrados y quizás, sin darnos cuenta, incluso racistas. El miedo nos priva así del deseo y de la capacidad de encuentro con el otro, con aquel que es diferente; nos priva de una oportunidad de encuentro con el Señor (cf. Homilía en la Concelebración Eucarística de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, 14 enero 2018).
«Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?» (Mt 5,46). No se trata sólo de migrantes: se trata de la caridad. A través de las obras de caridad mostramos nuestra fe (cf. St 2,18). Y la mayor caridad es la que se ejerce con quienes no pueden corresponder y tal vez ni siquiera dar gracias. «Lo que está en juego es el rostro que queremos darnos como sociedad y el valor de cada vida [...]. El progreso de nuestros pueblos [...] depende sobre todo de la capacidad de dejarse conmover por quien llama a la puerta y con su mirada estigmatiza y depone a todos los falsos ídolos que hipotecan y esclavizan la vida; ídolos que prometen una aparente y fugaz felicidad, construida al margen de la realidad y del sufrimiento de los demás» (Discurso en la Cáritas Diocesana de Rabat, 30 marzo 2019).
«Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba
él y, al verlo, se compadeció» (Lc 10,33). No se trata sólo de
migrantes: se trata de nuestra humanidad. Lo que mueve a ese samaritano, un
extranjero para los judíos, a detenerse, es la compasión, un sentimiento que no
se puede explicar únicamente a nivel racional. La compasión toca la fibra más
sensible de nuestra humanidad, provocando un apremiante impulso a “estar cerca”
de quienes vemos en situación de dificultad. Como Jesús mismo nos enseña
(cf. Mt 9,35-36; 14,13-14; 15,32-37), sentir compasión significa
reconocer el sufrimiento del otro y pasar inmediatamente a la acción para
aliviar, curar y salvar. Sentir compasión significa dar espacio a la ternura
que a menudo la sociedad actual nos pide reprimir. «Abrirse a los demás no
empobrece, sino que más bien enriquece, porque ayuda a ser más humano: a
reconocerse parte activa de un todo más grande y a interpretar la vida como un
regalo para los otros, a ver como objetivo, no los propios intereses, sino el
bien de la humanidad» (Discurso en la Mezquita “Heydar Aliyev” de Bakú,
Azerbaiyán, 2 octubre 2016).
«Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque
os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi
Padre celestial» (Mt 18,10). No se trata sólo de migrantes: se trata
de no excluir a nadie. El mundo actual es cada día más elitista y cruel con los
excluidos. Los países en vías de desarrollo siguen agotando sus mejores
recursos naturales y humanos en beneficio de unos pocos mercados privilegiados.
Las guerras afectan sólo a algunas regiones del mundo; sin embargo, la
fabricación de armas y su venta se lleva a cabo en otras regiones, que luego no
quieren hacerse cargo de los refugiados que dichos conflictos generan. Quienes
padecen las consecuencias son siempre los pequeños, los pobres, los más
vulnerables, a quienes se les impide sentarse a la mesa y se les deja sólo las
“migajas” del banquete (cf. Lc 16,19-21). La Iglesia «en salida [...]
sabe tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y
llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos» (Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 24). El desarrollo
exclusivista hace que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres. El
auténtico desarrollo es aquel que pretende incluir a todos los hombres y
mujeres del mundo, promoviendo su crecimiento integral, y preocupándose también
por las generaciones futuras.
«El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro
servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,43-44). No
se trata sólo de migrantes: se trata de poner a los últimos en primer lugar. Jesucristo
nos pide que no cedamos a la lógica del mundo, que justifica el abusar de los
demás para lograr nuestro beneficio personal o el de nuestro grupo: ¡primero yo
y luego los demás!
En cambio, el verdadero lema del cristiano es “¡primero los últimos!”. «Un espíritu individualista es terreno fértil para que madure el sentido de indiferencia hacia el prójimo, que lleva a tratarlo como puro objeto de compraventa, que induce a desinteresarse de la humanidad de los demás y termina por hacer que las personas sean pusilánimes y cínicas. ¿Acaso no son estas las actitudes que frecuentemente asumimos frente a los pobres, los marginados o los últimos de la sociedad? ¡Y cuántos últimos hay en nuestras sociedades! Entre estos, pienso sobre todo en los emigrantes, con la carga de dificultades y sufrimientos que deben soportar cada día en la búsqueda, a veces desesperada, de un lugar donde poder vivir en paz y con dignidad» (Discurso ante el Cuerpo Diplomático, 11 enero 2016). En la lógica del Evangelio, los últimos son los primeros, y nosotros tenemos que ponernos a su servicio.
En cambio, el verdadero lema del cristiano es “¡primero los últimos!”. «Un espíritu individualista es terreno fértil para que madure el sentido de indiferencia hacia el prójimo, que lleva a tratarlo como puro objeto de compraventa, que induce a desinteresarse de la humanidad de los demás y termina por hacer que las personas sean pusilánimes y cínicas. ¿Acaso no son estas las actitudes que frecuentemente asumimos frente a los pobres, los marginados o los últimos de la sociedad? ¡Y cuántos últimos hay en nuestras sociedades! Entre estos, pienso sobre todo en los emigrantes, con la carga de dificultades y sufrimientos que deben soportar cada día en la búsqueda, a veces desesperada, de un lugar donde poder vivir en paz y con dignidad» (Discurso ante el Cuerpo Diplomático, 11 enero 2016). En la lógica del Evangelio, los últimos son los primeros, y nosotros tenemos que ponernos a su servicio.
«Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante»
(Jn 10,10). No se trata sólo de migrantes: se trata de la persona en
su totalidad, de todas las personas. En esta afirmación de Jesús encontramos el
corazón de su misión: hacer que todos reciban el don de la vida en plenitud,
según la voluntad del Padre. En cada actividad política, en cada programa, en
cada acción pastoral, debemos poner siempre en el centro a la persona, en sus
múltiples dimensiones, incluida la espiritual. Y esto se aplica a todas las
personas, a quienes debemos reconocer la igualdad fundamental. Por lo tanto,
«el desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser
auténtico, debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo
el hombre» (S. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14).
«Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino
conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios» (Ef 2,19). No
se trata sólo de migrantes: se trata de construir la ciudad de Dios y del
hombre. En nuestra época, también llamada la era de las migraciones, son
muchas las personas inocentes víctimas del “gran engaño” del desarrollo
tecnológico y consumista sin límites (cf. Carta enc. Laudato si’, 34). Y así, emprenden un viaje
hacia un “paraíso” que inexorablemente traiciona sus expectativas. Su
presencia, a veces incómoda, contribuye a disipar los mitos de un progreso
reservado a unos pocos, pero construido sobre la explotación de muchos. «Se
trata, entonces, de que nosotros seamos los primeros en verlo y así podamos
ayudar a los otros a ver en el emigrante y en el refugiado no sólo un problema
que debe ser afrontado, sino un hermano y una hermana que deben ser acogidos,
respetados y amados, una ocasión que la Providencia nos ofrece para contribuir
a la construcción de una sociedad más justa, una democracia más plena, un país
más solidario, un mundo más fraterno y una comunidad cristiana más abierta, de
acuerdo con el Evangelio» (Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del
Refugiado 2014).
Queridos hermanos y hermanas: La respuesta al desafío
planteado por las migraciones contemporáneas se puede resumir en cuatro
verbos: acoger, proteger, promover e integrar. Pero estos verbos
no se aplican sólo a los migrantes y a los refugiados. Expresan la misión de la
Iglesia en relación a todos los habitantes de las periferias existenciales, que
deben ser acogidos, protegidos, promovidos e integrados. Si ponemos en práctica
estos verbos, contribuimos a edificar la ciudad de Dios y del hombre,
promovemos el desarrollo humano integral de todas las personas y también
ayudamos a la comunidad mundial a acercarse a los objetivos de desarrollo
sostenible que ha establecido y que, de lo contrario, serán difíciles de alcanzar.
Por lo tanto, no solamente está en juego la causa de los
migrantes, no se trata sólo de ellos, sino de todos nosotros, del presente y
del futuro de la familia humana. Los migrantes, y especialmente aquellos más
vulnerables, nos ayudan a leer los “signos de los tiempos”. A través de ellos,
el Señor nos llama a una conversión, a liberarnos de los exclusivismos, de la
indiferencia y de la cultura del descarte. A través de ellos, el Señor nos
invita a reapropiarnos de nuestra vida cristiana en su totalidad y a
contribuir, cada uno según su propia vocación, a la construcción de un mundo
que responda cada vez más al plan de Dios.
Este es el deseo que acompaño con mi oración, invocando, por intercesión de la Virgen María, Nuestra Señora del Camino, abundantes bendiciones sobre todos los migrantes y los refugiados del mundo, y sobre quienes se hacen sus compañeros de viaje.
Vaticano, Mayo 2019
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