(Por Ecumenismo por la Paz) La paz justa encarna un cambio fundamental en la práctica ética e implica un marco diferente de análisis y criterios para la acción. Este llamamiento marca el cambio y muestra algunas de las consecuencias para la vida y el testimonio de las iglesias.
1. La justicia que abraza la paz: ¿Puede haber justicia sin paz? ¿Puede haber paz sin justicia? Buscamos con demasiada frecuencia la justicia a expensas de la paz, y la paz a expensas de la justicia. Concebir la paz independientemente de la justicia significa poner en peligro la esperanza de que “la justicia y la paz se besar[á]n” (Salmos 85:10). Debemos reformar nuestros caminos cuando falta paz y justicia, o cuando éstas se oponen. Luego levantémonos y trabajemos juntos por la paz y la justicia.
2. Que hablen los pueblos: Hay muchas historias que contar: historias empapadas de violencia, de violación de la dignidad humana y de destrucción de la Creación. Si todos los oídos oyeran los gritos, ningún lugar sería realmente silencioso. Muchos todavía no se han recuperado del impacto de las guerras; la animadversión étnica y religiosa y la discriminación basada en la raza y la casta estropean la fachada de las naciones dejando feas cicatrices. Miles de personas están muertas, desplazadas, sin hogar, refugiadas en su propia patria. Con frecuencia, las mujeres y los niños son los más castigados por los conflictos: muchas mujeres sufren abusos, son víctimas de la trata o resultan muertas; los niños son separados de sus padres, quedan huérfanos, son reclutados como soldados o sufren abusos. Los ciudadanos de algunos países se enfrentan a la violencia de la ocupación, los paramilitares, las guerrillas, los carteles criminales o las fuerzas gubernamentales. Los de muchas naciones sufren Gobiernos obsesionados con la seguridad nacional y el poder armado que de todas formas no consiguen aportar seguridad verdadera, año tras año. Miles de niños mueren cada día a causa de una nutrición insuficiente mientras los que ocupan el poder siguen tomando decisiones económicas y políticas que favorecen a un número relativamente pequeño de personas.
3. Que hablen las Escrituras: La Biblia hace de la justicia la compañera inseparable de la paz (Isaías 32:17; Santiago 3:18). Ambas apuntan a relaciones justas y sostenibles en la sociedad humana, la vitalidad de nuestros lazos con la Tierra, el “bienestar” y la integridad de la Creación. La paz es el regalo de Dios a un mundo roto pero amado, tanto hoy como en vida de Jesucristo: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Juan 14:27). Por medio de la vida, las enseñanzas, la muerte y la resurrección de Jesucristo, percibimos la paz como una promesa y un presente, una esperanza para el futuro y un regalo aquí y ahora.
4. Jesús nos dijo que amáramos a nuestros enemigos, rogáramos por nuestros perseguidores y no usáramos armas mortíferas. Su paz encuentra expresión en el espíritu de las bienaventuranzas (Mateo 5:3-11). A pesar de la persecución, se mantiene firme en su no violencia activa, incluso hasta la muerte. Su vida de compromiso con la justicia termina en una cruz, instrumento de tortura y ejecución. Con la resurrección de Jesús, Dios confirma que ese amor incondicional, esa obediencia, esa confianza conducen a la vida. Esto es así también para nosotros.
5. Allí donde hay perdón, respeto hacia la dignidad humana, generosidad y atención a los débiles en la vida común de la humanidad, alcanzamos a ver el don de la paz, aunque sea vagamente. De ello se deduce que se pierde la paz cuando la injusticia, la pobreza y la enfermedad –así como el conflicto armado, la violencia y la guerra– infligen heridas en los cuerpos y almas de los seres humanos, en la sociedad y en la Tierra.
6. Sin embargo, algunos textos de la Biblia asocian la violencia con la voluntad de Dios. Sobre la base de esos pasajes, ciertos sectores de nuestra familia cristiana han legitimado y siguen legitimando el uso de la violencia por ellos mismos y otros. Ya no podemos leer tales textos sin prestar atención a la ausencia de respuesta por parte de los humanos al llamamiento divino a la paz. Hoy, debemos interrogar los textos que hablan de violencia, odio y prejuicios, o apelan a la ira de Dios para aniquilar a otro pueblo. Debemos permitir que dichos textos nos enseñen a discernir, como la gente en la Biblia, cuándo nuestros propósitos, nuestros planes, nuestras animadversiones, pasiones y costumbres reflejan nuestros deseos más que la voluntad de Dios.
7. Que hable la Iglesia: Como cuerpo de Cristo, la Iglesia está llamada a ser un lugar de construcción de la paz. Nuestras tradiciones litúrgicas ponen de manifiesto de múltiples maneras, y en especial en la celebración de la eucaristía, cómo la paz de Dios nos exhorta a compartir la paz entre nosotros y con el mundo. Sin embargo, la mayoría de las veces las iglesias no hacen realidad su llamamiento. La desunión cristiana, que debilita de muchas formas la credibilidad de las iglesias con respecto a la construcción de la paz, nos invita a una conversión constante de corazones y mentes. Solo cuando las comunidades de fe están cimentadas en la paz de Dios pueden ser “agentes de reconciliación y de paz con justicia en los hogares, las iglesias y las sociedades, así como en las estructuras políticas, sociales y económicas a nivel mundial” (traducción libre, Asamblea del CMI, 1998). La iglesia que vive la paz que proclama es lo que Jesús llamó una ciudad asentada sobre un monte para que todos la vean (Mateo 5:14). Los creyentes que ejercen el ministerio de la reconciliación que Dios les ha encomendado en Cristo apuntan más allá de las iglesias a lo que Dios está haciendo en el mundo (véase 2 Corintios 5:18).
EL CAMINO DE LA PAZ JUSTA
8. Hay muchas formas de responder a la violencia, muchas formas de practicar la paz. Como miembros de la comunidad que proclama a Cristo la encarnación de la paz, respondemos al llamamiento a introducir el don divino de la paz en los contextos contemporáneos de la violencia y los conflictos. Así pues, nos unimos al camino de la paz justa, que requiere avanzar hacia la meta y comprometerse con el viaje. Invitamos a personas de todas las tradiciones religiosas y visiones del mundo a que piensen en la meta y compartan sus caminos. La paz justa nos invita a todos a dar testimonio con nuestras vidas. Para buscar la paz debemos prevenir y eliminar la violencia personal, estructural y en los medios de comunicación, incluida la violencia hacia las personas por su raza, casta, sexo, orientación sexual, cultura o religión. Hemos de ser responsables ante quienes nos han precedido, con maneras de vivir que honren la sabiduría de nuestros antepasados y el testimonio de los santos en Cristo. También tenemos una responsabilidad ante quienes representan el futuro: nuestros hijos, la “gente del mañana”. Nuestros hijos merecen heredar un mundo más justo donde reine la paz.
9. La resistencia no violenta es fundamental para el camino de la paz justa. Una resistencia bien organizada y pacífica es activa, tenaz y eficaz, ya sea frente a la opresión gubernamental y el abuso o frente a las prácticas comerciales que explotan a las comunidades vulnerables y la Creación. Reconociendo que la fortaleza de los poderosos depende de la obediencia y sumisión de los ciudadanos, de los soldados y, cada vez más, de los consumidores, las estrategias no violentas pueden incluir actos de desobediencia civil e insumisión.
10. En el camino de la paz justa, justificar el conflicto armado y la guerra se vuelve cada vez más inverosímil e inaceptable. Las iglesias han luchado durante décadas contra su desacuerdo en esta materia; no obstante, el camino de la paz justa nos obliga ahora a avanzar. No basta, sin embargo, con condenar la guerra; debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para promover la justicia y la cooperación pacífica entre pueblos y naciones. El camino de la paz justa es diferente en su esencia del concepto de “guerra justa” y mucho más que criterios para proteger a las personas del uso injusto de la fuerza; además de silenciar las armas, abraza la justicia social, el imperio de la ley, el respeto de los derechos humanos y la seguridad humana común.
11. Dentro de las limitaciones de la lengua y el intelecto, proponemos que la paz justa sea comprendida como un proceso colectivo y dinámico pero arraigado de liberación de los miedos y carencias de los seres humanos, de superación de la animadversión, la discriminación y la opresión, y de establecimiento de condiciones para unas relaciones justas que privilegien la experiencia de los más vulnerables y respeten la integridad de la Creación.
VIVIR EL CAMINO
12. La paz justa es un viaje al propósito de Dios para la humanidad y para toda la Creación, confiando en que Dios “encaminar[á] nuestros pies por camino de paz” (Lucas 1:79).
13. El viaje es difícil. Admitimos que debemos aceptar la verdad a lo largo del camino. Caemos en la cuenta de la frecuencia con que nos engañamos a nosotros mismos y somos cómplices de la violencia. Aprendemos a dejar de buscar justificación a lo que hemos hecho y nos preparamos para practicar la justicia. Esto significa confesar nuestras malas obras, dar y recibir perdón, y aprender a reconciliarnos.
14. Los pecados de la violencia y la guerra dividen profundamente a las comunidades. Quienes han estereotipado y demonizado a sus adversarios necesitarán apoyo y acompañamiento a largo plazo para salir de su estado y curarse. Reconciliarse con los enemigos y restablecer relaciones rotas es un proceso largo y un objetivo necesario. En un proceso de reconciliación ya no hay los que tienen poder y los que no, los superiores y los inferiores, los poderosos y los insignificantes. Tanto víctimas como victimarios son transformados.
15. Los acuerdos de paz son a menudo precarios, provisionales e inadecuados. Los lugares donde se declara la paz aún pueden estar llenos de odio. Reparar el daño de la guerra y la violencia puede llevar más tiempo que el conflicto que lo causó. Pero lo que hay de paz a lo largo del camino, aunque sea imperfecta, es una promesa de las grandes cosas que nos esperan.
16. Viajamos juntos. La Iglesia dividida con respecto a la paz y las iglesias desgarradas por los conflictos tienen poca credibilidad como testigos y trabajadoras por la paz. El poder de las iglesias para trabajar por la paz y dar testimonio de ella depende de encontrar un propósito común al servicio de la paz pese a las diferencias de identidad étnica y nacional e, incluso, de doctrina y orden eclesiástico.
17. Viajamos como una comunidad, compartiendo una ética y práctica de la paz que incluyen el perdón y el amor a los enemigos, la no violencia activa, el respeto hacia los demás, la delicadeza y la misericordia. Buscamos la paz en nuestras oraciones, pidiendo a Dios discernimiento a medida que avanzamos y los frutos del Espíritu a lo largo del camino.
18. En las afectuosas comunidades de fe que viajan juntas, hay muchas manos para aliviar a los cansados de su carga. Una puede ofrecer un testimonio de esperanza en medio de la desesperación; otra, amor generoso por los necesitados. Las personas que han sufrido mucho encuentran valor para seguir viviendo a pesar de las tragedias y las pérdidas. El poder del Evangelio les permite dejar atrás hasta las inimaginables cargas del pecado personal y colectivo, de la ira, la amargura y el odio, que son el legado de la violencia y la guerra. El perdón no borra el pasado, pero cuando volvemos la vista atrás podemos ver que los recuerdos han cicatrizado, las cargas se han dejado de lado y los traumas han sido compartidos con otras personas y con Dios. Podemos proseguir el viaje.
19. El viaje resulta atrayente. Con tiempo y dedicación a la causa, cada vez más personas escuchan la llamada a convertirse en pacificadores. Estas personas provienen de amplios círculos dentro de la iglesia, de otras comunidades de fe y de la sociedad en general. Trabajan para superar las divisiones de raza y religión, nación y clase; aprenden a permanecer junto a los empobrecidos; o asumen el difícil ministerio de la reconciliación. Muchas descubren que no es posible mantener la paz sin cuidar de la Creación y apreciar el trabajo milagroso de Dios.
20. Al compartir el camino con nuestros prójimos, aprendemos a pasar de defender lo que es nuestro a vivir de manera generosa y abierta. Nos familiarizamos con nuestro papel de pacificadores. Descubrimos a personas de distintas profesiones y condiciones sociales. Nos da fuerza trabajar con ellas, reconocer nuestra vulnerabilidad mutua y afirmar nuestra común humanidad. El otro ya no es un extraño ni un adversario sino un prójimo con quien compartimos la carretera y el viaje.
Original publicado en: Consejo Mundial de Iglesias
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