Andrea Castellón recorre
su propia historia de raíces y rutas como hija de la migración. Con firmeza nos interpela para estar atentas a la demonización de la migración como recurso
utilizado para lograr la unidad de la población nacional frente al “otro”
distinto y para que el modelo se mantenga en pie.
“El racismo es la condición de aceptabilidad
de la matanza en una sociedad en que la norma, la regularidad, la homogeneidad,
son las principales funciones sociales”, afirmó Michel Foucault en Genealogía
del racismo (Ediciones de la Piqueta, Madrid, 1992). Cuando leí
esta frase, irremediablemente me remonté a todas las veces que en Chile, país
al que mi familia llegó hace 20 años atrás, la gente me preguntaba de dónde era:
– “Soy boliviana”– ¿Hace cuánto
tiempo estás acá? – “Desde mis cinco años.” – ¡Ah!, entonces eres chilena.
Recibí ese tipo de comentarios
muchas veces por parte de amigos y conocidos, el convencimiento de ellos acerca
de mi “verdadera nacionalidad” era tal que yo solo mostraba una mueca y pasaba
a otro tema. Analizando el tema a profundidad, siempre me cuestioné porque
nunca nadie me dijo “ah, pero tambiéneres chilena”;
por el contrario, la respuesta que recibía de pronto borraba una parte de mi
identidad, que para mí era fundamental.
Cuando mi familia llegó a Chile
ya en los años 2000, el tema de la migración no tenía la misma importancia que
hoy. Si bien había empezado a tener una cierta notoriedad desde el fin de la
dictadura de Pinochet, experimentando un aumento en la migración por parte de
países como Argentina o Perú, los índices a nivel nacional eran muy bajos. Sin embargo, ya en esa época
la migración peruana generaba un profundo rechazo por parte de la sociedad
chilena: aparecía constantemente en los medios de comunicación y se reportaron
muchos casos donde la gente sufrió ataques por discriminación. Muy por el contrario, la
migración argentina, que era la más numerosa según el Censo de Población y
Vivienda de 2002, jamás llamó la atención en particular de los medios o se
reportaron casos de discriminación con la misma frecuencia y gravedad que los
padecidos por la población peruana. Los dos grupos migrantes hablaban el mismo
idioma y tenían costumbres relativamente parecidas; la única diferencia era que
los migrantes peruanos tenían una marcada ascendencia indígena y su
reconocimiento físico hizo que fueran fuertemente estigmatizados en sus
trabajos, mientras que la existencia de la población argentina, en su mayoría
descendiente de europeos, pasó totalmente desapercibida para la opinión
pública. Es decir, ya en aquel entonces el racismo jugaba un papel importante
en el país.
Yo crecí en ese Chile, que,
como muchos otros Estados latinoamericanos, se originó como “una expresión
política de control económico y social de las élites” avasallando violentamente
las diferencias culturales internas, como argumenta la investigadora Menara Lube Guizardi. En el caso particular de
Chile, olvidando sus raíces afrodescendientes en el norte y oprimiendo hasta el
día de hoy a los pueblos indígenas, condiciones reforzadas por las
instituciones represivas que la dictadura de Pinochet dejó como herencia.
Al crecer, mi identidad fue un
aspecto que me cuestioné constantemente, como seguramente muchos otros
migrantes de segunda generación lo deben de hacer, especialmente aquellos que
viven en países donde el modelo Estado-nación está en tensión permanente debido
a que el discurso de lo homogéneo no logra encajar en su realidad interna. Esta
tensión se va agravando cada vez más en un mundo globalizado, donde demonizar
la migración parece ser el último recurso utilizado para lograr la unidad de la
población nacional frente a ese “otro” distinto y que el modelo se mantenga en
pie.
Aun así, para mí era muy claro
cómo las raíces de mis padres y el camino que habían escogido al estar en Chile
creaban una especie de identidad distinta a la de mis amigos bolivianos y
distinta a la de mis amigos chilenos; veía como la diferencia entre rutas y
raíces se hacía borrosa. Mi conflicto era que una identidad así, al parecer, no
cuadraba con la sociedad en la que estaba inserta, especialmente al momento de
postular a concursos nacionales, becas, o analizar en clases de historia
quiénes tenían derechos cívicos y quiénes no (obviamente yo siempre estaba
entre estos últimos). Para mí, esto significaba tener que escoger entre dos
opciones: o te reconoces como distinto, pero no te aceptamos, o te reconoces
como uno de nosotros (si cumples con una serie de requisitos que normalmente
rondan lo racista y xenofóbico) pero te olvidas de tu otra parte que te hace
diferente. Escogí siempre la primera, luchando por cambiar la narrativa, a
veces con buenos resultados y logrando la aceptación completa de mi identidad.
Lamentablemente, hasta el día
de hoy Chile afronta serias dificultades a la hora de
integrar a los hijos e hijas de migrantes a los beneficios educativos escolares
y universitarios. Sus políticas migratorias siguen teniendo una visión de seguridad nacional al
igual que en la época de Pinochet. Sin hablar del creciente sentimiento racista y xenofóbico en
la sociedad incitado por grupos de ultra derecha y políticos oportunistas. Lo
que traerá como consecuencia graves problemas para el proceso de integración de
los hijos de la nueva ola de migración que está experimentando el país.
Todavía no existen muchos
estudios al respecto de la segunda generación, ya que el foco sigue poniéndose sobre
los nuevos migrantes laborales o forzados que están llegando día a día de
países como Venezuela o Haití. No obstante, en algunos ámbitos académicos, ya
el término “migrantes de segunda generación” genera opiniones encontradas.
Muchas de ellas afirman que es una forma más de perpetuar la discriminación y
estigmatización que los migrantes reciben al diferenciar también a sus hijos
dentro de una sociedad en la que han crecido toda su vida o incluso nacido en
ella. Más aún, existen estudios que demuestran que muchas veces las familias
migrantes “se abstienen de traspasar a sus hijos las costumbres, usos, valores,
actitudes y normas vigentes de su sociedad de origen por miedo a que sus hijos
puedan no adaptarse a su nuevo medio social”, según el sociólogo Iñaki García
Borrego. Pero negar esta faceta de nuestra identidad implica también borrar una
parte importante de nosotros, sobre todo cuando el problema no es nuestro
“origen” sino la estigmatización que una sociedad o gobierno puede hacer de
aquel.
Reconocer nuestras raíces junto
a nuestras rutas significa tensionar el carácter homogéneo que trata de imponer
el modelo Estado-nación; rendirse ante la asimilación es poner en duda nuestra
existencia como una identidad completa. Sin duda, por muchos obstáculos que un
gobierno o sociedad puedan imponer a los hijos de la migración, la creación de
nuevas subculturas, que ponen en evidencia la diferencia dentro una sociedad
que lucha constantemente por reprimirlas, es inevitable.
Escribe: Andrea Catellanos
Publicado en Routed Magazine
Febrero 2019